Eduardo Brenner

 

 

 

 

 

 

 

 

 

SONRISA DE CALIFORNIA 

(Palabras maravillosas de alguien que lo conoció)

Nos habíamos conocido un par de años antes en los Gigantes.Una noche de 1982 estaba con Eduardo Brenner a mi lado. Sonreía viendo aparecer cada trazo de un dibujo que yo estaba haciendo en una página del libro del refugio Frey. El dibujo le gustaba mucho.

 

Esa mañana la pared del Cerro de la Cruz se levantaba perfecta. Bañada de sol. Le pregunté si había hecho la “Enciclopédica”. Media hora más tarde estábamos debajo del techo. Superando el artificial, hice el paso hasta alcanzar el clavo en que uno queda con seguro de arriba. Volví a bajar un par de metros hasta la travesía delicada que permite entrar a la chimenea. Desde ese relevo se ve la caída de la pared y unos mínimos cristales de cuarzo por donde uno “camina” de costado por ella. Eduardo acarició la roca y yo grabé como una clase magistral su estilo y equilibrio. No había visto hasta entonces a alguien con tal aptitud natural sobre la roca. Era un dotado.

 Alguna vez recordando aquella ruta en los Gigantes le decía “Como son las cosas, ahora yo tengo que pedirte a vos que algún día me llevés a escalar”. Sonreía tirádome una trompada al hombro con un “No jodás”. En las agujas de la Patagonia, nunca sus manos se sintieron indefensas. Para mí era su corazón que miraba a través de los ojos azules, asombrados y transparentes, el que busca una fisura en la que descansar. Eduardo sin saberlo, quería un granito sólido que lo sacara de una antigua, casi inexplicable tristeza.

 En la Sierra de la Ventana, el río y la roca roja. Dos noches en una pequeña cueva al pie de las que llamábamos “paredes nuevas” nos hicieron sugerir el Paine. A Eduardo se le iluminó el rostro, le brillaron los ojos, bautizó la cueva con el nombre de la torre y comenzó a soñar. La expedición no se armó. Y sin crear condicionamientos, sin rendir pleitesía, concibió su propio objetivo. Se animó a su primera pared en la Patagonia y con E. Moschione abrió una variante nueva en la Guillaumet. Era Enero de 1981. Me gustó su independencia. Nos vimos en el verano siguiente en el Catedral. Eduardo estaba en la plenitud de sus ganas. Reconocía una actitud diferente a la de su compañero en la Guillaumet. Estaba confundido. Me gustó su honestidad de prestarle atención a los sentimientos. En ese entonces algunos lo llamaban “Fifí” por sus cuidados modales y sus pañuelos impecables. Lo fui a esperar al aeroparque cuando logró el Fitz por una nueva ruta con Marcos Couch, Alberto Bendinger y Peta Friedrich. Por aquel tiempo comenzó a hablarme de Castaneda. “Uno se cree inmortal y la vida es muy frágil”. Le había sucedido algo muy particular en la facultad de agronomía. El había escalado el Fitz Roy, era indestructible. –“¿Supiste no?” le dijo a un compañero. –“No, ¿que cosa?” le respondió. –“Subí el Fitz...”. –“¿Qué es el Fitz?”. Y entonces comenzó a hablarme de Castaneda.

De las charlas del ’86, después de la primera invernal de la Supercanaleta, quedaron estas frases dichas por Eduardo: “La gente con sus cosas buenas y sus cosas malas me fue dejando enseñanzas. Yo en la escalada me fijaba mucho en los yankees y los ingleses, que eran vanguardistas. Pero con el tiempo entendí que no era un californiano, sino yo mismo”.

“Fuimos a la Bífida, técnicamente con cosas más difíciles que el Fitz Roy y hasta más largo, pero nos equivocamos en la apreciación, sobrevaloramos lo que podíamos hacer. Lleva mucho tiempo aprender, madurar. En alguna medida todos, después del Fitz Roy del ’84 nos mareamos un poco. Yo creí que era capaz de cualquier cosa porque había subido y no es así. El hombre a veces es arrogante porque se cree inmortal y no lo es. Cuando uno se da cuenta que se puede morir en cualquier momento, toma conciencia de que es una cosa muy pequeña.

“Recorriendo todo el Fitz Roy por la base, ví la Supercanaleta y pensé en volver. Y volver en invierno. Al principio, a nosotros nada nos salía bien con esta expedición invernal. Primero íbamos a tener una película de 16mm y no se dio; después los pasajes de Aerolíneas y hubo huelga; el apoyo de Adidas y no se concretó; ní sabíamos que hacer en Río Gallegos ó si podíamos contar con los helicópteros que nos llevarían al pie de la pared. Pensé que era una especie de preaviso que nos iba a pasar algo. Después me dí cuenta de que estaba equivocando el enfoque, que de nuevo estaba entrando en lo profesional. Que debía cambiar la forma de ver la cosa, debía ir a gozar, libre, como antes, como la primera vez al Fitz Roy”.

“Me faltaron 50m para la cumbre. Estaba en la pendiente de hielo, clavaba la piqueta, me apoyaba tallando un escalón pero la nieve se me volaba. En un momento dormité. Es increíble lo delgado que es el límite entre estar lúcido, con lo ojos abiertos, y dormitar. Lo pensé bien. En el verano habíamos ido a la cumbre caminando, con alegría, sacando fotos y ahora estábamos agazapados, soportando un frío tremendo. Pensé que si iba a la cumbre lo hacía por lo que diría la gente y me dí cuenta de que eso no tenía sentido”.   “No, esta historia no terminó. La sigo elaborando dentro mío, sigo pensando que a una escalada así hay que llegar con la mayor pureza posible, limpio, con esa “impecabilidad del guerrero”, que habla Castaneda”.

Su luz seguía intacta. Dos cartas del ’87 dan cuenta que estaba viviendo un maravilloso estado: el amor. Con toda la pureza y honestidad que tenía Eduardo para sentir. Una cabaña, el fuego, la nieve cargando la rama de los pinos, me decía: “Es todo tan idílico que a veces me da miedo”.

En noviembre de ese año con Silvia Fitzpatrick, volvió a pisar la cumbre del Fitz Roy. De nuevo la Patagonia del ‘88 y ’89. Ese último verano, el Río de las Vueltas, lo retuvo para siempre. En un gomón donde absurdamente de seis se ahogaron los tres más “fuertes” y se salvaron los tres más “débiles”. Eduardo Brenner encontró la muerte. La noticia golpeó a todos.

Un Domingo a la mañana, en la palestra, su compañera del Fitz Roy sacaba ropa y equipo de una mochila y armaba montones separados. El equipo de Eduardo se ponía en venta. Me fui a casa. De nuevo con esa molestia en el estómago, de nuevo con esa sensación de que se podría haber evitado.

Muchas veces levanto la cabeza de noche, y nos guiñamos un ojo. Aquella vez en el Frey, aquel dibujo a que Eduardo le gustaba mucho, era un rapel desde la luna. Cuando él se descuelga entre tantas estrellas, por efecto del reflejo, las dos cuerdas parecen de plata.

 

Jorge Gonzalez